Energía

La reforma eléctrica más allá del debate coyuntural

El punto de partida de la reforma eléctrica debe sustentarse en qué hacer para mejorar los niveles de bienestar de la población y definir los parámetros para evaluar de qué manera la infraestructura eléctrica nacional participa en ello. Desde esta perspectiva, la discusión sobre si debe permitirse la inversión privada en el sector eléctrico o mantener las actuales restricciones se acotará a la esfera del debate político, donde el resultado de las negociaciones dependerá de la flexibilidad y capacidad de cabildeo de sus gestores.

Reducir la discusión sobre el papel de la inversión privada en el sector eléctrico nacional a una respuesta binaria de sí o no, significa hacer a un lado las consideraciones técnicas, sociales y económicas que ambas posiciones implican.

Antes de considerar los argumentos a favor y en contra de la apertura del sector eléctrico, es indispensable hacer un reconocimiento de los méritos que la actual industria eléctrica se ha ganado gracias al esfuerzo de sus funcionarios y trabajadores.

Sería una falta de sentido histórico plantear las limitaciones que esta industria posee sin recordar el daño que los recortes presupuestales de cada sexenio han provocado en una subinversión que podemos calificar de crónica. La ingeniería mexicana debe sentirse orgullosa del diseño conceptual del sistema eléctrico mexicano y de cada una de sus plantas generadoras, subestaciones, líneas de transmisión y de los aspectos operativos de la Comisión Federal de Electricidad (CFE). El sector eléctrico nacional ha sabido caminar a la par de la economía a pesar de ese ambiente de insuficiencia presupuestal y tenemos un sistema eléctrico que marcha gracias al empuje de ingenio, creatividad y empeño de todos los que ahí trabajan.

Pero el esfuerzo de quienes trabajan en la industria eléctrica no es suficiente para que en el largo plazo México cuente con la capacidad de generación necesaria para sustentar la actividad económica.

Solamente la inversión real y abundante permitirá que el sector eléctrico continúe como fiel compañero del desarrollo económico, además de ser un propulsor que eleve los niveles de calidad de vida y bienestar de los mexicanos. Elevar la calidad de vida y de servicios de la población requiere que no se regateen los recursos asignados para el desarrollo de la industria eléctrica.

Hasta el momento las empresas estatales han sido fieles a su encomienda de proporcionar la electricidad que el país requiere, pero permanece latente el riesgo de que se conviertan en una barrera para el crecimiento futuro en caso de no tomar las medidas necesarias para fortalecerlas y apoyarlas en su propio proceso de crecimiento.

La Comisión Federal de Electricidad y Luz y Fuerza del Centro han duplicado su capacidad cada ocho años, durante las últimas tres décadas, pero es claro que este reto no es el mismo que el que requieren para pasar de su actual talla de alrededor de 40,000 megavatios a los 80,000 megavatios. Estamos hablando de la brecha que hay entre lo que fue suficiente en el pasado y las futuras necesidades de energía eléctrica.

Dejar a las empresas estatales de electricidad solas en este desafío no es solamente arriesgado sino irresponsable. Lo que está en riesgo no es únicamente la industria nacional, sino el bienestar social que se reflejará en mayores estándares de vida y fuentes de empleo para todos los mexicanos.

El Estado mexicano ha definido el servicio público de energía eléctrica como «estratégico», y dentro de una línea de razonamiento poco afortunada, también se ha adjudicado la exclusividad de la actividad de proporcionarlo, eliminando así, la posibilidad de apoyarse en la industria privada para garantizar al país que el servicio público de electricidad sea suficiente y constante.

La decisión de absorber en exclusiva la tarea de proporcionar el servicio eléctrico proviene de un Estado que se manifiesta incapaz de mantener una adecuada rectoría de esta actividad fundamental, mediante la aplicación de leyes y reglamentos, y por ello se declara como único actor de esta actividad.

Me refiero a un Estado que solamente mediante la posesión de los medios de producción es capaz de regular el mercado eléctrico, como ha sido el caso del Estado mexicano en el pasado reciente.

Sin embargo, el México actual, con instituciones gubernamentales cada vez más fuertes y dentro de un régimen legitimado por una competencia electoral equilibrada, debe reconsiderar su papel dentro del sector eléctrico para volverse un rector justo que permita el desarrollo de las empresas públicas y fomente una sana competencia con las empresas privadas para beneficiar a la población con menores tarifas y un mejor servicio eléctrico.

México cuenta con una economía enmarcada en la legalidad de tratados internacionales e incorporada a organizaciones mundiales que promueven el flujo del libre comercio a través de las fronteras.

Es imprescindible reorganizar el sector eléctrico para modernizar sus reglas y afrontar con seguridad las necesidades futuras.

En el lenguaje de las finanzas públicas el término «estratégico» adquiere un significado que trasciende las definiciones que se encontrarían en un diccionario y nos indica algo que manifiesta como reservado al Estado.

Ese uso tradicional del término «estratégico» en la administración pública ha propiciado el surgimiento de pasivos dentro de las cuentas públicas, cuando en las escuelas de administración la definición y tratamiento de una actividad estratégica es más flexible.

En la administración, un elemento estratégico lleva connotaciones de importancia y de riesgo en caso de falla.

La clave, en todo sentido, está en la manera de administrar el factor riesgo de forma tal que sus consecuencias sean previsibles y controlables en su mayoría, y aquellos aspectos que no son controlables se deben aminorar mediante la dispersión de riesgos hasta llegar a un punto donde los impactos no sean relevantes.

Esto funciona tanto para quien ofrece un servicio y tiene un solo cliente, como para quien tiene solamente un proveedor. Desde una perspectiva estratégica, el monopolio y el monopsonio son igualmente riesgosos para quienes dependen de ellos.

La única solución real versa en la dispersión del riesgo mediante la diversificación; de hecho, una solución óptima es la atomización de la oferta y la demanda.

Por desgracia, el planteamiento de atomizar la oferta de un bien no es compatible con la administración de una empresa gubernamental, debido a sus economías de escala, a su propia organización, control y dado que no se considera que la empresa pública pueda entrar en una situación de insolvencia real.

Pero el respaldo que el gobierno le otorga a sus empresas tiene un costo para el resto de la economía, al menos un costo de oportunidad que generalmente resienten las demandas de inversión social.

Rezagar la inversión social para sostener empresas sin incentivos exógenos para mejorar su eficiencia y rentabilidad es un hecho social que la historia juzgará en algún momento.

La capacidad de endeudamiento directo del Estado, por medio de la contratación de obligaciones, o indirectamente como aval de las empresas gubernamentales, tiene límites.

En el caso mexicano no sólo se ha limitado la posibilidad de endeudamiento de las empresas eléctricas estatales, sino que se ha impedido que las inversiones programadas por las áreas de planeación sean llevadas a cabo, a menos que sean identificadas como indispensables para garantizar los mínimos de funcionamiento del sistema.

El proceso de autorización de este tipo de inversiones comienza por la CFE, continúa con la Secretaría de Energía, sigue con la autorización de la Secretaría de Hacienda y, finalmente, el voto favorable del Congreso de la Unión.

Una vez que es aprobada la inversión, la asignación de fondos pasa nuevamente por el muy fino tamiz de la Secretaría de Hacienda, luego por la celosa supervisión de Contraloría y por otros trámites burocráticos como la aplicación del artículo 56 de la Ley de Inversiones, que obliga a que se haga una evaluación de la rentabilidad de los proyectos de inversión en infraestructura superiores a 30 millones de pesos; esto aun cuando las áreas internas de la CFE lo hicieron, cuando la Secretaría de Energía y Hacienda lo certificaron y cuando el Congreso de la Unión lo aceptó previamente dentro del Presupuesto de Egresos.

De esta forma, las necesidades de inversión en líneas eléctricas o generación compiten por los fondos federales contra partidas tales como educación rural, salud, caminos o gasto corriente y no siempre salen victoriosas.

Imposible negar la urgencia de las demás inversiones, pero deben encontrarse caminos alternos que nos permitan atender todas las necesidades de infraestructura sin menoscabo de ningún sector; mientras no lo hagamos la labor del Congreso seguirá siendo tan complicada como hasta ahora y necesariamente estaremos subinvirtiendo en algunos sectores como el eléctrico.

El problema de hoy no es la eficiencia de la CFE, es más bien su suficiencia hacia el futuro. Ciertamente ser la sexta empresa generadora del mundo, tener un sistema de transmisión desarrollado y mantener el suministro eléctrico del país es un gran mérito.

Pero somos más de cien millones de mexicanos y el rezago en infraestructura es evidente. La electricidad ha sido parte integral de nuestra historia, y como tal, ha sufrido los estragos de nuestras crisis económicas y políticas.

Uno de los índices típicos, a escala internacional, para la medición del bienestar de la población en los países es el consumo per cápita de energía eléctrica. La relación entre abundancia en el consumo de energía eléctrica y la riqueza está presente ineludiblemente en los países más desarrollados.

Las razones son claras, la electricidad en grandes cantidades sólo se justifica para alimentar a una economía altamente industrializada y una economía industrializada es productora de riqueza; ésta, mediante políticas de distribución justas, eventualmente alcanza los bolsillos de los ciudadanos, permitiéndoles elementos de confort residencial que requieren de electricidad para ser utilizados.

Dentro de esta línea de argumentos, México está al nivel en el consumo per cápita de energía eléctrica de países como Líbano, Libia, Irán o Irak. Peor todavía, 75 por ciento de los mexicanos, a quienes no se les retiró el subsidio a principios de este año porque se consideró que sería una fuente de conflictos sociales, tienen consumos per cápita similares a los de Gabón, Ghana o Zimbabwe.

Esto significa que tres de cada cuatro mexicanos tienen los niveles de consumo de electricidad de los países africanos, los de menor desarrollo del mundo. El dato de 53 millones de mexicanos con tales niveles de pobreza es alarmante, real y peor todavía, creciente.

Dentro de la discusión sobre cuáles son las verdaderas necesidades de inversión del sector eléctrico, el área de planeación de CFE hace un excelente trabajo de pronóstico del crecimiento de la demanda, mediante escenarios de crecimiento que van desde el pesimista hasta el optimista.

Por medio de estos escenarios se hace una programación de qué inversiones se necesitan y para cuándo se deben construir. El método es fiable, sin embargo desde mi perspectiva, es una extrapolación del pasado, donde se reacciona a los eventos conocidos y se les proyecta hacia el futuro, por lo que puedo decir que se trata de un método inercial.

No pretendo desacreditar la precisión de dichas estimaciones de inversión, porque la historia demuestra que es más que adecuado. Mi crítica se basa en que este método no permite tomar el control del futuro, sino reaccionar a él; dado que estima el crecimiento de la demanda, reacciona al mismo y mediante inversiones lo satisface. En realidad, lo que hace es concentrarse preferentemente en las zonas en donde ya existe la demanda y donde, por lo mismo, crecerá en mayores dimensiones hacia el futuro.

En principio, se trata de un círculo virtuoso porque aquellas zonas con necesidades para continuar su crecimiento económico siempre se verán satisfechas del suministro eléctrico.

Este esquema de planeación alienta las inversiones de modo tal que zonas como Monterrey, con un crecimiento de la demanda eléctrica de más de 10 por ciento anual, siempre contarán con energía gracias al criterio de evaluación económico mediante el cual cada proyecto debe generar los fondos para pagarse a sí mismo con el tiempo.

Por desgracia, la virtuosidad del círculo se interrumpe con la presencia de zonas de bajo desarrollo económico, en donde no hay la perspectiva de una mayor demanda de energía, lo que ocasiona que reciban una atención marginal debido a que su evaluación económica y de rentabilidad así lo sugiere.

Con criterios puramente económicos y juzgando proyecto contra proyecto este círculo jamás se romperá.

Estados de bajo desarrollo económico como Oaxaca, Aguascalientes, Zacatecas o Durango reciben y recibirán electricidad a través de las líneas de transmisión, porque el óptimo de planeación eléctrica así lo indica.

En economías como la de Estados Unidos, la disponibilidad de plantas de energía eléctrica está claramente correlacionada con la participación porcentual del Producto Interno Bruto (PIB) nacional y si también se considera la disponibilidad de gas natural, la correlación es casi perfecta.

En México, para las zonas con menor crecimiento económico la construcción de infraestructura eléctrica de generación debiera servir como ancla para proyectos de transmisión de gas natural y, por lo tanto, de desarrollo económico regional.

Esto no obedecería a los criterios de evaluación y planeación eléctrica, pero sí a los de desarrollo de polos industriales en el país distintos a los ya tradicionales.

La intensidad energética del país, o lo que es lo mismo, la cantidad de unidades de energía requeridas para generar una unidad económica como país, no ha cambiado sustancialmente durante los últimos 30 años; esto significa que para duplicar el tamaño de la economía debemos duplicar la cantidad de energía que usamos hoy, si queremos triplicar nuestra economía habrá que triplicar la oferta energética y así consecutivamente.

La pregunta es ¿cuánto tiempo nos va tomar duplicar la economía?, o haciendo algunas simplificaciones, ¿en cuánto tiempo queremos tener el doble de dinero para gastar en

nuestros bolsillos?

Todo depende de la velocidad a la que crezca la economía y, por lo tanto, de la velocidad con que dejemos crecer la oferta energética. Algunos números ayudan a comprender mejor la situación: si la economía creciera al 7 por ciento prometido inicialmente por el presidente Vicente Fox, la oferta de energía eléctrica necesitaría crecer al menos a ese ritmo, y la propia economía podría entonces duplicar su tamaño en menos de diez años. Pero si la economía creciera al 4.5 por ciento, la oferta de electricidad debería crecer a ese ritmo y la economía podría crecer al doble en 16 años. El sector eléctrico marca un techo para el crecimiento económico, en cualquier país.

Obviamente, nuestras preferencias sobre cuál velocidad de crecimiento es mejor se concentrarán en aquellas opciones que nos permitan aumentar el tamaño de la economía en el menor tiempo posible, si con ello mejoramos en términos de bienestar y calidad de vida.

Pero toda buena intención requiere de sustancia y por lo tanto de números, aquí es donde se tiene que ponderar cuánto nos costaría crecer. Según la información más reciente del director de la CFE, Alfredo Elías Ayub, sobre las necesidades de inversión del sector eléctrico para los próximos diez años, éstas corresponden a un crecimiento promedio esperado de 4.5 por ciento y equivalen a 56,000 millones de dólares.

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