Colaboraciones

La Paloma, emblema de las mujeres de barro

Por José Salazar

En este pueblo, rodeado de maizales y cerros, partido por la carretera que viene y va de Teopisca a Comitán, el jaguar de la montaña, la paloma silvestre que surcaba los cielos, el cerdo que retozaba en el lodo, la rana que nadaba en el estanque, el armadillo y la tortuga… se han quedado inertes para siempre.

Llenos de colores, aguardando en un paraje a la orilla de la carretera, el corazón les dejó de latir, su piel se transformó en barro, y su espíritu vive en las manos de una de sus creadoras, que con la mezcla del lodo y la ayuda de los elementos naturales les ha dado vida por muchos años.

Amatenango del Valle por muchos años fue un pueblo más de los Altos de Chiapas, donde las mujeres, quienes habían aprendido la alfarería, la realizaban como una medida para economizar, ya que se dedicaban a elaborar ollas, vasos, platos, y en algunas ocasiones, juguetes para entretener a sus hijos.

La paloma

Tiempo después iniciaría la comercialización de sus productos que se vendían en San Cristóbal de las Casas, Comitán o Tuxtla a precios muy bajos, pero que dejaban una ganancia suficiente para llevar el sustento a la casa, asegura Simona Gómez López, sobrina de Juliana López Pérez, una mujer de 78 años quien le diera el empuje nacional e internacional a la alfarería de Amatenango del Valle, mediante las muchas ocasiones en las que expuso su trabajo por el mundo, arte reservado para las manos delicadas de las mujeres.

Las artesanas se dieron a conocer por las palomas. “Yo tenía 19 años, y no me despegaba de mi tía, era su apoyo”, dice Simona, sentada en una silla, vestida con su traje típico, bordado en color rojo y naranja, que como todas las mujeres del pueblo tejen los domingos.

“La idea de realizar esa paloma, fue por un encargo para una fiesta; un señor había traído la figura del ave pequeñita de Guatemala, nos pidió que le hiciéramos 100; mi tía dijo que sí; hice las palomas para que entregáramos el pedido; tiempo después las empezamos hacer de diferentes tamaños para comercializarlas”; fue así como las aves se convirtieron en la forma de identificar el trabajo de las artesanas, un detonante económico que benefició a las mujeres y sus familias.

Un legado

Los años pasaron, Juliana, la alfarera a quien le hicieran una estatua en su honor, ha dejado de trabajar, ahora para caminar es ayudada por sus sobrinas; pero la pequeña niña que la acompañaba en sus exposiciones dentro y fuera del país, continúa con el trabajo de alfarería.

Simona creció. A sus 45 años no tiene familia, decidió no casarse porque le gusta viajar. “Siendo solteras, no hay preocupaciones”, dice mientras sonríe. En el pueblo es respetada, ella sola tiene la confianza y el respaldo de más de 50 mujeres alfareras quienes trabajan con ella en su grupo “Ban Tzaan” (Grupo muy Bonito), el cual tiene más de 16 años de existencia.

Ella inició el grupo con la idea de enseñarles a las mujeres a trabajar la alfarería, capacitarlas, buscar proyectos para mejorar las condiciones de vida de ellas. Con su experiencia y conocimiento comenzó a solicitar apoyo; el primero que obtuvo fue para ganado, para hornos, para reforestar, porque la leña que utilizan para la alfarería la conseguían cada vez más lejos, en algunas ocasiones la compraban en San Vicente la Piedra, y cuando no había dinero iban a la montaña, lo que significaba perder un día de trabajo.

Simona estaba consciente de que el bosque se estaba terminando, con ello la subsistencia del pueblo, la alfarería, corría el riesgo de desaparecer. Por eso se acercó a la Comisión Nacional Forestal (Conafor) para solicitar apoyos y reforestar varias hectáreas, con la finalidad de tener la leña más cerca, conservar el bosque y prepararse para el futuro. Además de esto Simona ha impulsado la creación de estufas y hornos ahorradores de leña para la alfarería, por lo que el año pasado habló en representación de las etnias indígenas en el marco de la COP16, que se realizó en Cancún.

Lo realizado al lado de su tía y por cuenta propia le dio la experiencia, conocimientos para hacer negocios y darse a conocer. El resultado de ello: le hacen pedidos de más de tres mil piezas, que surte con el grupo de mujeres artesanas.

Este proceso fue difícil, porque Simona tuvo que capacitarlas, conocerlas a la perfección, para determinar el tipo de trabajo que cada una debería realizar, porque ellas antes hacían macetas, tinajas y floreros, pero no palomas que es lo que más venden.

Tres metros bajo tierra

El barro que utilizan lo encuentran en el campo, escarbando un hoyo de más de tres metros bajo tierra, en un llano que pertenece al ejido, de donde extraen lo necesario para todo el año, esto lo hacen en marzo y abril, en periodo de sequía, cuando se puede apreciar a hombres y mujeres sacando el barro en costales. El barro se saca húmedo, para secarlo lo exponen cinco días al sol.

Para hacer un jaguar pequeño, ella pasa hasta dos horas sentada en el corredor de su casa, la figura moldeada se deja secando dos o tres días, después se pule, se deja secar y al mes se hornea.

Ella siempre viste con su traje tradicional, y lleva en su cabeza su “Toka” en la cabeza, para que su larga cabellera no caiga cuando trabaja o cocina; han pasado varios minutos, el frijol hierve sobre la estufa ecológica. Simona ha mandado a traer dos jaguares, los cuales son colocados sobre una mesa, los mira, sonríe, los toma con sus manos, la lluvia comienza a caer, no es un buen día, porque cuando llueve no se pueden utilizar los hornos, ya que éstos podrían quebrarse.

Ella se ha parado de la mesa, pasan de las seis de la tarde, sus hermanos han llegado, atizan el fuego, es hora de comer… se levanta para supervisar el trabajo de unas mujeres que llegaron temprano para aprender el arte de la alfarería, pues a ella le gusta enseñar, enseñar es bueno pues todos necesitan comer.

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