Biodiversidad

De vuelta al paraíso

La placidez paradisiaca del lago es rota apenas por el ruido acompasado del remo que impulsa la canoa a través de la tersura inmaculada de la superficie del agua, y por el coro de las aves que proclaman entusiastas su amor a la vida.  leer más

La laguna El Dorado bulle de vida al amanecer: a lo largo de la orilla, decenas de caimanes asoman cautamente los ojos y la nariz oteando el horizonte en busca de una posible presa, mientras oleadas repentinas en la superficie delatan por uno y otro lado a los paiches (el pez de agua dulce más grande del mundo) y a los delfines rosados que salen a respirar, seguros de la invulnerabilidad que su tamaño les da ante los gigantescos reptiles. En busca de los mejores lugares para desayunarse con una opípara dieta de peces, miles de garzas y cormoranes rasgan en nutridos bandos la neblina matinal que, cual aliento de un gigantesco monstruo primigenio, se eleva de la superficie del lago, mientras sucesivas oleadas de guacamayos y otros loros policromos cruzan bulliciosos el cielo hacia sus lugares de alimentación. En la lejanía se escucha el profundo grito de los monos aulladores, dándole un fondo de contrabajo al concierto matinal de la naturaleza.

Son las seis de la mañana de un día cualquiera a principios de la vaciante amazónica, y la laguna El Dorado en la Reserva Nacional Pacaya–Samiria, parece una estampa del paraíso terrenal. No me extraña que así fuera percibido por los primeros exploradores que visitaron este rincón de la Amazonia peruana hace ya cuatro siglos y medio. No siempre, sin embargo, esta laguna conservó su belleza primigenia.

Cuando el cronista virreinal Antonio de León Pinelo visitó a principios del siglo XVII la Amazonia norperuana, se quedó tan impresionado por el paisaje paradisiaco y por la abundancia de recursos de que disponían los indígenas que decidió escribir un libro al respecto, El paraíso en el Nuevo Mundo, publicado en 1653. Otra cosa que impresionó a éste y otros viajeros fue la organización social: al contrario de las sociedades occidentales, donde las grandes mayorías de la población vivían en la miseria, oprimidas y explotadas por una elite parásita de nobles e hidalgos, en la Amazonia existía una igualdad social admirable: todas las personas eran iguales, y todos sin excepción vivían del trabajo de sus manos.

Otros viajeros, exploradores o científicos que visitaron la Amazonia en la época de la Colonia hablan con admiración de la extraordinaria abundancia de comida de la que disponían los indígenas. Fray Gaspar de Carvajal, cronista de la expedición de Orellana de 1542, la primera en navegar por el Amazonas, escribe que en un solo pueblo del bajo Napo “había muy gran cantidad de comida, ansí de tortugas, en corrales y albergues de agua, y mucha carne y pescado y bizcocho, y esto tanto en abundancia, que había para comer un real de mil hombres un año”.

El naturalista inglés Alfred Russell Wallace, que exploró la Amazonia hacia mediados del siglo XIX, calcula que en una sola playa cercana a Manaos se cosechaban más de cinco millones de huevos de la tortuga charapa. Estos huevos eran aplastados en canoas para extraer su grasa (“manteca”), que era exportada a Europa para ser usada en el alumbrado doméstico. El naturista documentó también las quejas de la gente de la época sobre el descenso del número de charapas, que debido a la sobreexplotación amenazaba la primera industria de la región. Apenas un siglo después, la charapa se convirtió en una de las especies más amenazadas de la Amazonia, y su población se redujo a unos pocos cientos, recluidos en áreas protegidas que albergan bosques inundables, como la Reserva Nacional Pacaya–Samiria, en Perú, y su similar Mamirauá, en Brasil. Este colapso ha ocurrido y está ocurriendo con virtualmente todos los recursos amazónicos que, por su valor para la alimentación o la industria, tuvieron la mala suerte de tener demanda y mercado.

La selva enferma

Hoy el ecosistema amazónico está enfermo debido a esta explotación desmedida y selectiva, aunque nadie puede decir hasta qué punto. En el último siglo, numerosas especies de plantas y animales han sido explotadas de forma tan indiscriminada que han desaparecido virtualmente de la mayor parte del territorio amazónico. Entre ellas destacan primates y aves grandes de caza, tortugas acuáticas, caimanes, peces grandes (especialmente gamitana y paiche), y mamíferos como el tapir, el lobo de río, el tapir y el manatí. Entre las plantas, son graves los casos del palo de rosa, el cedro y la caoba, virtualmente exterminados de la mayor parte de nuestro territorio. Las consecuencias de este saqueo son de tipo ecológico y económico: hoy, el bosque amazónico, tanto el de tierra firme como el inundable estacionalmente, está enfermo, ya que carece de muchos de los dispersores de semillas y predadores de la vegetación que forman parte esencial del ecosistema.

Un ejemplo del problema ecológico lo constituye justamente la desaparición de los animales grandes que habitaron un día en enormes números los ecosistemas acuáticos, especialmente la charapa y sus primos la taricaya y el cupiso (Podocnemis spp), la gamitana (Colossoma macropomum) y el manatí (Trichechus inunguis). Estos animales contribuían a dispersar las semillas (los primeros) y a controlar la vegetación acuática de lagos y otros cuerpos de agua en la Amazonia (especialmente
el manatí). Sus excrementos fertilizaban el agua y eran la base de una rica cadena trófica, que hacía posible la existencia de una de las pesquerías más ricas del planeta.

Hoy esta pesquería está colapsando, y en la Amazonia peruana se captura apenas una quinta parte del pescado que se capturaba hace escasamente una década. Debido al exterminio de los herbívoros acuáticos, muchos lagos están cubiertos de vegetación flotante, que interfiere en el intercambio de oxígeno y extrae los nu
trientes de las aguas, dejándolas casi improductivas. El bosque inundable por el Amazonas, y los lagos fluviales asociados, uno de los ecosistemas más ricos de la Tierra, que es fertilizado todos los años gracias a los sedimentos que las crecientes arrastran desde la cordillera de los Andes, hoy está subutilizado y enfermo: millones de toneladas de frutos y vegetación se desperdician cada año, ya que fueron exterminados los animales que se alimentaban de ellos.

Hambre en el paraíso

Pero el problema no es sólo ecológico: estos animales constituían la principal fuente de proteína para la población humana de la Amazonia. Hoy las comunidades rurales de la Amazonia peruana sufren las consecuencias de la carestía y pasan hambre, algo inconcebible hace apenas un siglo y medio. Los índices de desnutrición son dramáticos: cerca de 60 por ciento de los niños del primer grado de primaria en zonas rurales padecen hambre, según datos del Ministerio de Educación. Los descendientes de los bien alimentados indígenas, que impresionaron y alimentaron a los hambrientos europeos en siglos pasados, hoy tienen que comprar sardinas enlatadas de la costa para completar su magra dieta de yuca y plátano, algo inconcebible si consideramos el potencial productivo de estos ecosistemas.

Sin embargo, la degradación no sólo es económica, sino social: lacras sociales antes desconocidas entre los indígenas, como el alcoholismo, la prostitución y la delincuencia, hoy son moneda común en muchas comunidades amazónicas, a las que han entrado de la mano de madereros, comerciantes y patrones, para los que los pobladores rurales son apenas mano de obra barata alquilada para esquilmar los recursos de los que un día fueron propietarios.

¿Qué pasó?

La historia ilustra claramente el inicio de la debacle: coincidió con la llegada masiva de colonos foráneos y la introducción de la economía de mercado, especialmente durante la época republicana. Los grupos indígenas, que habían manejado su patrimonio natural de forma sostenible por milenios, fueron expropiados del mismo por el flamante Estado peruano. Bosques, ríos y lagos fueron declarados “patrimonio de la nación”, y, como todo lo que es público en nuestra realidad, fue sometido al peor saqueo que haya conocido la región en toda su historia.

Los indígenas no sólo fueron expoliados: fueron convertidos en peones de caucheros, madereros y otros saqueadores, con consecuencias que todos conocemos para su sociedad y su cultura. Los animales y peces que constituían la parte principal de su dieta fueron cazados por millones para aprovechar sus pieles o para venderlos como mascotas, o para abastecer de carne a la creciente población de las ciudades. Los ecosistemas amazónicos, si bien megadiversos (muy ricos en especies) son también sumamente frágiles, y no soportan una presión extractiva intensa y prolongada concentrada sobre unos pocos recursos.

Por citar algunas cifras del saqueo: entre 1965-1976 fueron exportadas 5.5 millones de pieles y cueros de animales silvestres de la Amazonia peruana, entre jaguares, ocelotes, nutrias, sajinos (pécaris de collar) y huanganas (pécaris labiados); sin embargo, se calcula que el total matado fue el doble, ya que muchos animales heridos de muerte nunca fueron recobrados, y muchos cueros nunca llegaron al mercado por su mal estado. La mayoría de estos animales fueron despojados de sus cueros y su carne abandonada en el monte. Adicionalmente, decenas de miles de animales fueron asesinados y empleados como cebo para la captura de jaguares y ocelotes. Respecto a los animales vivos, entre 1965 y 1973, solamente de Iquitos fueron exportados para mascotas cerca de dos millones de animales, la mayoría aves y monos. También la cifra real se calcula en dos a tres veces más, debido a la alta mortandad en el proceso de captura y transporte de los animales.
Lo más triste es que este saqueo no benefició más que a una minoría de comerciantes y exportadores, mientras que las poblaciones rurales recibieron migajas y cargaron con los pasivos ambientales y sociales, como se ha descrito más arriba.

Un modelo de desarrollo sostenible para la Amazonia

En 1993 la laguna El Dorado era un lugar desolado, vacío de las riquezas que asombraron un día a los primeros exploradores europeos: un ejemplo más del saqueo criminal que estaban y están sufriendo los recursos a lo largo y ancho de la Amazonia.

A pesar de ser uno de los lagos más grandes y productivos de esta reserva, la pesca y la caza incontroladas habían reducido al mínimo las poblaciones de los peces y animales más valiosos. El paiche casi había desaparecido, y ni hablar de las tortugas acuáticas, la charapa y la taricaya, los grandes monos y aves, los caimanes, el manatí y el lobo de río. Un censo de paiche realizado en ese año por biólogos dio un resultado alarmante: apenas quedaban cuatro paiches en esta enorme laguna.

Por iniciativa de algunos pobladores de la cercana comunidad de Manco Cápac, en la orilla del Ucayali, y con apoyo de la ONG Pronaturaleza y de la jefatura de la Reserva, se formó entonces un grupo de pescadores al que se le delegaron atribuciones para manejar este lago. El grupo fue bautizado por sus miembros con el sugerente nombre de Yacutaita: “padre del agua”, en kichwa.

El grupo estuvo integrado en un inicio por 18 miembros. La gente del pueblo vio con escepticismo esta iniciativa, y los yacutaitas tuvieron que batallar duro para proteger efectivamente el lago de los saqueadores, tanto de dentro como de fuera de la comunidad, que no aceptaban de buen grado el nuevo orden de cosas.

“Al principio nos tomaban por locos, nos decían que estábamos trabajando por gusto, para los gringos, se burlaban de nosotros”, cuenta don Ramón Pacaya, un anciano de escasa estatura y con apariencia insignificante, pero que transmite al hablar una energía increíble.

Él fue uno de los miembros fundadores y ha trabajado durante años en la vigilancia para evitar la extracción ilegal de recursos en El Dorado. La recuperación de los recursos fue lenta, pero la luz llegó al final del túnel: un poco más de una década después, que en términos prácticos significó miles de horas de vigilancia no remunerada, de disgustos y sinsabores, de trabajo denodado del pequeño grupo de los yacutaitas, la laguna El Dorado ha vuelto a lucir como probablemente lucía hace cuatro siglos, como describíamos al inicio: las aves han vuelto a surcar sus cielos, los peces y otros animales acuáticos a poblar sus aguas, y el bosque bulle de nuevo pletórico de vida.

Un ejemplo lo constituye el paiche: de los cuatro ejemplares que había en 1993, la población ha llegado hasta los 600 en 2003, de modo que ya hace varios años los yacutaitas han comenzado a aprovechar una cuota de entre 20 y 60 paiches al año, de acuerdo con los censos. También la cosecha anual de alevines de arahuana se ha incrementado, de los apenas ocho mil que cosechaban hace una década, a 30 o 35 mil alevines en la actualidad.

La experiencia de manejo de recursos pesqueros protagonizada por el grupo de los yacutaitas es un ejemplo eximio de que el manejo comunal, protagonizado por los mismos pobladores selváticos, indígenas o campesinos, es una alternativa viable, sostenible y ética para la conservación y uso sostenible de la crecientemente amenazada biodiversidad amazónica.

El paraíso terrenal que Antonio de León Pinelo creyó descubrir en la confluencia de los ríos Ucayali y Marañón está de vuelta, aunque sólo sea en una pequeña fracción de la Amazonia.

José Álvarez Alonso *
• Periodista ambiental e investigador del Instituto de Investigaciones de la Amazonia Peruana.

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