Contaminación

Apuesta de Bogotá

Las ciudades de los países en desarrollo, cuya superficie edificada se duplicará o triplicará en los próximos decenios, tienen la posibilidad de crear mejores desarrollos humanos que los existentes. Estos ambientes, fértiles fuentes de bienestar, atraerían y retendrían a personas altamente calificadas y creativas y de esa manera promoverían el desarrollo económico.

Es posible crear un modelo urbano distinto, adoptando como criterio rector, un principio democrático básico: el predominio del bien público sobre el interés privado.

Si bien Bogotá —de la que fui alcalde de 1998 a 2001— dista aún de ser un modelo, otras personas y yo conseguimos transformar rápida y radicalmente las actitudes de los vecinos hacia su ciudad, y concedimos prioridad al bienestar de la gente por encima de la movilidad de los automóviles.

Conforme las ciudades de los países en desarrollo se vuelven económicamente más desarrolladas, el automóvil se convierte en la principal causa de descenso de la calidad de vida. Anchas autovías de alta velocidad, peligrosas de cruzar, fragmentan los vecindarios como estacadas de potrero y hacen que la ciudad se vuelva menos humana.

Rito simbólico

A los niños se les mantiene en casa, por temor a los vehículos motorizados, y en realidad se les permite salir solos hasta que dejan de ser niños. A menudo no hay aceras. Y cuando las hay, están reservadas para aparcamiento o los automóviles simplemente se estacionan sobre ellas como parte de un rito simbólico ilustrativo de la desigualdad social: los miembros de la minoría que posee coche son ciudadanos de primera categoría; los peatones no. Si el uso del automóvil no se restringe, exige inversiones ilimitadas en infraestructura vial que devora fondos públicos escasos que deberían destinarse al abastecimiento de agua y al suministro de alcantarillado, escuelas, parques y a atender a las demás necesidades básicas de los pobres.

La infraestructura vial facilita también la migración de los grupos de altos ingresos a los suburbios de baja densidad demográfica, lo que hace imposible suministrar medios de transporte públicos de calidad, baratos y de circulación frecuente. A medida que el tráfico empeora, es posible que se decida invertir en sistemas de transporte por ferrocarril extremadamente onerosos en vez de reducir el espacio vial utilizado por vehículos privados e introducir servicios de autobuses de calidad para transportar a la gente de y hacia el trabajo. Esto causa aún más estragos en las finanzas públicas y entorpece todavía más la tarea de atender a las necesidades de los pobres.

Administración responsable

Bogotá empezó por instituir una gestión pública responsable, lo que significaba reducir la burocracia, aumentar las rentas fiscales y privatizar algunas tareas gubernamentales, como la recolección de basura. Se atendieron las necesidades esenciales como el abastecimiento de agua mediante la gestión eficiente y no politizada de los correspondientes servicios y con subvenciones cruzadas, cobrándose tarifas mucho más altas a los sectores de ingresos más elevados que a los pobres.

Casi la mitad de Bogotá, una ciudad de siete millones de habitantes que se encuentra a 2,600 metros de altitud, creció de forma espontánea e ilegal, a menudo sobre laderas de montañas de difícil acceso, pese a lo cual, el 99 por ciento de la población cuenta actualmente con agua potable. Se dio prioridad al mejoramiento de los barrios marginales, con una elevada participación de la comunidad. Las mejoras incluyeron títulos de predios, guarderías y escuelas de calidad, parques y espacios públicos propuestos, proyectados y construidos por las comunidades con financiamiento municipal.

Ahora bien, la meta no ha de ser mejorar los barrios marginales, sino evitarlos. En Bogotá creamos una empresa municipal que compra suelos del entorno de la ciudad y también los urbaniza. Se asignan grandes parcelas a empresas de urbanización privadas a las que se da un plazo máximo de dos años para construir y vender viviendas a precios convenidos de antemano. La mayor parte del suelo de la periferia de las ciudades debería formar parte de bancos de crédito hipotecario que aseguren el suministro de viviendas de bajo costo en zonas urbanas de calidad para evitar los barrios marginales.

Hicimos más que atender a lo esencial para la supervivencia a fin de empezar a aplicar un modelo distinto del presentado por las ciudades avanzadas.

A fin de restringir el uso de automóviles, se prohibió la circulación de 40 por ciento de ellos durante las seis horas pico del día. Dijimos explícitamente que los embotellamientos de las horas pico no eran un problema, sino una herramienta útil para promover un desarrollo urbano de alta densidad y el empleo de medios de transporte públicos. Como resultado de un referéndum, se decretó que el primer jueves de febrero de cada año sería día sin coches y que todo el mundo acudiría al trabajo en medios de transporte públicos, en bicicleta o a pie. Decenas de miles de coches —que solían estacionarse en sitios acotados sobre las aceras— fueron retirados y se construyeron cientos de kilómetros de aceras anchas, bien iluminadas y arboladas.

Desde 1982 las principales calles de Bogotá han estado vedadas al tráfico los domingos para que puedan disfrutarlas los ciclistas y aficionados al jogging.

Ampliamos las restricciones a 120 kilómetros de vías durante siete horas: cada domingo más de un millón y medio de personas salen a usarlas. Se construyeron más de 350 kilómetros de carriles protegidos para bicicletas, con lo cual los ciclistas, casi inexistentes, aumentaron a 4.1 por ciento de la población de la ciudad. Esto va más allá de las cifras. Un ciclista de bajos ingresos con casco que viaja por un carril para bicicletas simboliza que un ciudadano montado sobre una bicicleta de 30 dólares es tan importante como uno que viaja en un automóvil de 30 mil dólares.

Transporte diario

Las autovías urbanas con un costo de cientos de millones de dólares propuestas por un organismo japonés fueron rechazadas. Junto a un curso de agua donde debía construirse una de ellas se instaló una vía verde de 32 kilómetros con carriles para bicicletas, que une vecindarios de bajos y altos ingresos y sirve de corredor de transporte diario a decenas de miles de ciclistas. Análogamente, en otra parte de la ciudad se construyó una alameda peatonal de 15 metros de ancho y 17 kilómetros de largo que cruza barrios de bajos ingresos. El objetivo es crear una red de cientos de kilómetros para peatones y ciclistas únicamente, que haga que la ciudad sea más agradable y humana.

Descartamos los sistemas ferroviarios costosos y en cambio pusimos en funcionamiento un sistema de autobuses rápidos inspirado en uno innovador introducido con éxito Curitiba (Brasil), al que denominamos TransMilenio.

A ellos se sube desde estaciones con puertas que se abren conforme van llegando; se puede acceder a ellos en silla de ruedas, y sus velocidades y capacidad son parecidas a las de los sistemas ferroviarios. El sistema transporta a más de un millón de pasajeros cada día y a más pasajeros por kilómetro y hora que la mayoría de los sistemas ferroviarios. Otras líneas se hallarán en funcionamiento dentro de poco y, para 2020, 85 por ciento de los nueve millones de habitantes de la ciudad vivirán a menos de 500 metros de una estación.

Un gran espacio público

Si la movilidad sin riesgos de quienes no poseen un vehículo motorizado es un derecho, proporcionar aceras y carriles protegidos para bicicletas no es una opción, sino un elemento de la democracia. Por ello, restringir el uso de automóviles y crear una ciudad más “amiga” del peatón es un fin en sí.

Sin embargo, también libera recursos que de no ser por ello se destinarían a construir y mantener infraestructura vial. En Bogotá, esto nos permitió construir un número impresionante de guarderías, escuelas, bibliotecas y parques de calidad. Hay quienes ponen en tela de juicio la importancia de los espacios peatonales públicos en una ciudad en desarrollo pobre con muchas necesidades insatisfechas. No obstante, es precisamente en tales sociedades donde revisten más importancia. Durante la jornada de trabajo se satisface por igual a un ejecutivo de alto nivel y al empleado peor remunerado; se encuentran con sus compañeros de trabajo y realizan tareas útiles.

Es cuando salen del trabajo que aparecen diferencias enormes. Las personas de altos ingresos se dirigen a grandes viviendas, a menudo con jardín, y tienen acceso a clubes, casas de campo, vacaciones, restaurantes y conciertos. En cambio, en su tiempo libre los ciudadanos de bajos ingresos y sus hijos no tienen opciones recreativas a la televisión, exceptuados los espacios peatonales públicos. En el programa de todo gobierno democrático se ha de asignar prioridad al suministro de espacios de calidad de esta clase.

Las zonas verdes son un gran igualador. Con el desarrollo económico los grupos de ingresos más bajos adquieren artículos que en otras épocas parecían fuera de su alcance, como teléfonos móviles, televisores y aparatos de música. Sin embargo, no contarán nunca con zonas verdes a menos que los gobiernos actúen juiciosamente. Los gobiernos deben velar por la creación de una gran reserva de parques y en ningún caso deben permitir que las partes de la ciudad que dan al mar sean privadas y exclusivas.

El espacio público es también un espacio para la igualdad. Cuando distintas personas se encuentran, suelen estar separadas por su posición jerárquica, como ocurre cuando el propietario de un apartamento se encuentra con el portero o cuando el vicepresidente de finanzas se encuentra con la mujer que sirve el café. Sin embargo, en los espacios públicos todos se encuentran como iguales. Esto es particularmente fuerte en las sociedades en desarrollo muy desiguales. Una buena ciudad debe contar por lo menos con un gran espacio público tan maravilloso que hasta los ricos lo frecuenten.
Por contraste, una ciudad está enferma cuando el espacio público es sustituido por centros comerciales como lugar de encuentro y cuando al turista se le dirige a ellos si pregunta adónde ir a pasear y ver gente.La mayoría de ciudades de los
países en desarrollo no están construyendo entornos de calidad. Muchas de ellas no tienen una visión de su futuro y entre éstas hay demasiadas que creen tenerla y anticipan, sin hacerse mayores preguntas al respecto, una versión de una ciudad avanzada tradicional.

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