Agua

Ley de Aguas Nacionales una visión jurídica sobre la administración de la escasez

Las recientes reformas a la Ley de Aguas Nacionales obedecen al replanteamiento de una política regulatoria que descansó en un modelo de asignación centralizado que ya resultaba insostenible ante la escasez relativa de los recursos hídricos. El problema se transformó de un asunto infraestructural centrado en la inversión pública y en el acceso irrestricto al agua, a otro modelo basado en la construcción de un mecanismo que promoverá el uso eficiente del agua, con el propósito de garantizar su disponibilidad en un futuro mediato: la utilización del mercado.

Las cifras en materia de agua, son sumamente reveladoras: La precipitación pluvial anual en todo el país es de 1,519 km3, de los cuales se evapora el 70 por ciento (1,057 km3) y 412 km3 se escurren a los ríos y arroyos; el resto, 50 km3, se infiltra y recarga los mantos freáticos. El volumen anual promedio de utilización del agua es de 187 km3, de los cuales casi la mitad (93.5 km3) se obtienen de las aguas superficiales y el resto de las subterráneas, de los que resulta un déficit de 43 km3, que ya no se compensa con otras fuentes de abastecimiento.

Desde luego la explicación de la sobreexplotación de los mantos se infiere de observar la extrema asimetría de la distribución del agua y la manera en que se ha administrado el suministro: sencillamente; la población y la actividad económica del país se distribuyen en relación inversa con la disponibilidad del agua, ya que menos del 30 por ciento del escurrimiento superficial ocurre en las zonas donde se concentran la mayoría de la población, las industrias y las áreas de riego. Mientras que las cuencas superavitarias, ubicadas en el sureste, tienen casi toda su agua contaminada porque la actividad industrial se relaciona especialmente con el petróleo.

Pero más allá de las expresiones cuantitativas de esa problemática, también se puede observar que no solamente la distribución constituye un aspecto central del asunto, sino que la falta de valorización económica ha provocado que se le asuma como un bien público (sin serlo totalmente) cuya provisión debe estar garantizada por el Estado.

Así, el 80 por ciento de las aguas no se cobra, ya que se destina al uso agrícola, mientras que el 12 por ciento, cuyo uso es doméstico y público urbano, no podía suspenderse por falta de pago del consumidor.

En esencia, el paradigma regulatorio parece haberse modificado radicalmente: de acuerdo con los principios que sustentan la política hídrica a que se refiere el artículo 14 bis 5 de la ley, se estima que “el agua es un bien de dominio público federal, vital, vulnerable y finito, con valor social, económico y ambiental, cuya preservación en cantidad, calidad y sustentabilidad es tarea fundamental del Estado y la sociedad, así como prioridad y asunto de seguridad nacional” (fracción I), y “la gestión del agua debe generar recursos económicos y financieros necesarios para realizar sus tareas inherentes, bajo el principio de que “el agua paga el agua”, conforme a las leyes en la materia” (fracción XV).

En éstos, se encuentra sin lugar a dudas, la razón de la arquitectura en que se desenvuelve el ordenamiento, ya que los ejes en que se articulan los mecanismos de asignación del agua definitivamente incorporan mecanismos aplicables a un régimen de mercado ascetado.

Si bien el control del agua es un monopolio natural que condiciona su circulación mercantil con limitaciones que se traducen en la figura de la autorización necesaria para trasmitir los títulos de concesión, es evidente que la ley, al asignar la prelación preferencial del uso público urbano y del doméstico y al atribuir a los consejos de cuenca, la determinación de las prelaciones en cuanto a su uso, construyó el ámbito donde los oferentes y consumidores pueden realizar transacciones sobre el agua.

Aquí se puede recurrir a los instrumentos que la ley establece: la transmisión de derechos; la ubicación preferente en la prelación de usos en cada cuenca; la adquisición de agua tratada; el reuso de aguas residuales, y la inversión en infraestructura para el tratamiento del agua.

Faltaría agregar que en cuanto a la distribución constitucional de competencias en lo referente a la prestación de servicios públicos, el municipio aparece como un actor relevante que se conduce en un contexto cuya atención merece el interés más relevante: los servicios de agua potable, drenaje, alcantarillado y tratamiento de aguas residuales están a su cargo. La histórica insuficiencia de los esfuerzos municipales en la prestación de estos servicios, obliga a determinar cuál es el régimen de coercibilidad que la nueva ley ha reservado a este agente público, para inducir el cumplimiento de sus obligaciones.

Me parece que la respuesta pudiera deducirse del régimen de responsabilidad que tímidamente anuncia el artículo 29 bis. A pesar de que el sistema punitivo previsto por la ley, en efecto, establece sanciones importantes a los asignatarios de aguas nacionales, es decir, a los municipios encargados de administrar los volúmenes destinados al uso doméstico y al público urbano, ello no parece ser determinante para garantizar que el tratamiento de aguas residuales genere más oferta de agua al liberar las aguas de primer uso de ser utilizadas para procesos productivos o de transformación.

La asignación no es susceptible de transmitirse o de ser objeto de transacciones entre usuarios, por lo que aquellos que tienen usos inferiores al doméstico y público urbano en la prelación que se determine por cuencas deberán voltear la vista a las aguas residuales cuando quede más claro que la obtenida de los mantos freáticos o de otros cuerpos de agua, resulta mucho más cara que la que ya fue objeto de utilización.

La intervención municipal descansa en la distribución constitucional prevista en el artículo 115, por lo que la ineficacia de la gestión traslada el costo a los ámbitos en donde los otros niveles de gobierno están imposibilitados para intervenir directamente. Lo que ello ha provocado es una curiosa administración de las restricciones estructurales: ni existen incentivos para que los municipios eroguen recursos para atender sus más elementales obligaciones ni la federación o los estados pueden disponer de recursos para compensarlos. Así, una cuestión poco observada de la ineficacia de la Ley de Aguas Nacionales, puede ser, paradójicamente, su instancia básica de gestión.

Finalmente, resulta útil precisar que, en todo caso, la reevaluación del carácter finito del agua, ha servido para que la variable ambiental establezca ciertos límites a la disponibilidad de agua. No deja de llamar la atención que la nueva ley haya establecido dos instrumentos ambientales que de aplicar constituirían un elemento de planeación inserto en los usos del agua contemplados por aquélla.

El uso ambiental se define como los caudales mínimos en cuerpos receptores o de descarga natural de un acuífero que debe conservarse para proteger las condiciones ambientales y el equilibrio ecológico del sistema, siendo, incluso, causal de negativa de otorgamiento de concesiones, asignaciones o permisos de descarga. Esta limitación, empero, no solamente parece propiciar la conservación estratégica del recurso, sino también procurar la disponibilidad en un escenario a mediano y largo plazos.

Las reservas de agua no solamente pueden tener sentido desde la perspectiva propiamente ambiental, sino que sugieren una posible coincidencia futura cuando la disponibilidad sea cuestionable.

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