Un análisis económico de una falla de gobierno
Conclusiones. Para no continuar con la lectura
En México es tan sencillo optar por la adecuación de la realidad a las normas legales que era simplemente perverso abstenerse de promulgar una regulación que por decreto incorporara al país a la modernidad energética; que expresara la más firme voluntad de los legisladores para sustituir la energía fósil por renovable, como fuente primaria de energía; que provocara un sano equilibrio entre el uso de suelo dedicado a la producción agrícola para alimentos y el utilizado para la producción de insumos para bioenergéticos; y, en fin, un marco normativo que se propusiera “…reactivar el sector rural, la generación de empleo y una mejor calidad de vida para la población”, por medio del desarrollo de la producción, comercialización y uso eficiente de los combustibles obtenidos de la biomasa provenientes, de la materia orgánica.
Por lo tanto, el Congreso de la Unión expidió recientemente (1 de febrero de 2008) la Ley de Promoción y Desarrollo de los Bioenergéticos (LPDB), un cuerpo regulatorio que fue concebido desde la óptica que supone que la negación del mercado es la mejor forma de proteger la soberanía y la seguridad alimentarias, por lo que, al margen de los propósitos explícitos y de sus pretensiones simbólicas, esta ley cumple para mantener una línea discursiva que puede complacer, indistintamente, tanto a las políticas públicas que encuentran sensato regular los derechos de propiedad de la tierra para impedir que sea el mercado el que determine su uso más productivo suponiendo, consecuentemente, que ello pudiese poner en riesgo la oferta de alimentos, como a las políticas de promoción y fomento que supondrían un esquema de incentivos positivos para que los agentes económicos diversifiquen sus preferencias energéticas y, con ello, se libere un porcentaje importante de hidrocarburos para usos diversos al del transporte.
El abandono implícito de la lógica del mercado en la producción agrícola para bioenergéticos, para abrazar una forma de intervención estatal demasiado directa en el binomio alimentación-energías renovables, resulta en fórmulas legales que desincentivarán la inversión tanto en una como en otra materia, ya que el incremento constante del precio del petróleo hará viables proyectos de explotación que no lo serían en otro contexto, lo que aunado a que el precio al alza de los granos, particularmente de maíz, soya, oleaginosas y trigo, es provocado por una falta de oferta, es decir, por escasez, hará especialmente costosa la producción de insumos agrícolas para energía.
Una elemental consideración económica nos llevaría a concluir que la solución jurídica de permisos previos adoptada por la ley, puede influir para que la producción de grano para etanol o para biodiesel se exporte a otros mercados o que sean los combustibles los que se exporten o bien si el precio de venta es subsidiado suficientemente para elevarlo, para que la ausencia de demanda provoque una sobreoferta de bioenergéticos que no serán utilizados en nada, aun si la producción se dedica a la alimentación.
Por ello ese ordenamiento, en cuanto a su concepción y despliegue se refiere, no es un instrumento pertinente ni para el fomento ni para la promoción de bioenergéticos: estamos en presencia de una falla de gobierno que provocará fallas de mercado.
El diseño regulatorio de la ley, en efecto, recoge dos tipos de políticas jurídicas que se expresan en la juridificación elegida y que no necesariamente son compatibles en cuanto a las condiciones de mercado que atañen a cada una: la de utilizar la economía emergente de los bioenergéticos para apoyar y reactivar el campo y al sector primario de la economía, y la de promover la producción y consumo de éstos (biodiesel, metano y etanol, sustancialmente) como una manera de reducir el consumo de gasolina, electricidad, combustóleo y diesel, para mitigar la dependencia de la energía fósil y contribuir a reducir los pasivos ambientales que el uso de éstos propicia en cuanto se asocian al dinamismo económico de los sectores transporte y manufacturero especialmente en lo referente a la emisión de gases de efecto invernadero, vinculados al cambio climático.
Este artículo se propuso discutir el impacto de esta ley en el sistema de precios y de cantidades, así como en la conducta de los agentes económicos involucrados, a partir de la revisión crítica de los modelos jurídicos recogidos en la ley (restricción del régimen de aprovechamiento de la propiedad de la tierra; régimen de permisionamiento para el cultivo de insumos agrícolas y para la comercialización de bioenergéticos; administración de los incentivos para favorecer el uso de éstos; y el régimen disuasorio adoptado) para opinar sobre éstos en función de un escenario internacional caracterizado por los altos precios de los granos y del petróleo y un escenario nacional condicionado por la ausencia de respuesta institucional al problema de la falta de productividad de la tierra y la ausencia de condiciones materiales para desarrollar la tecnología pertinente para incrementarla.
Una aproximación jurídica a la ley
Si bien, formalmente la LPDB se presenta como una ley reglamentaria de los artículos 25 y 27, fracción XX de la Constitución Federal, lo cierto es que de su contenido no se desprende una concepción normativa orientada a desarrollar incentivos para la promoción y desarrollo, como su denominación indica, aunque sí establece previsiones que se traducen en límites a los derechos de propiedad e impone costos de oportunidad relacionados con la falta de infraestructura de riego y la inelasticidad del suelo, por lo cual es más una ley de corte intervencionista que de fomento.
En lo que se refiere a su estructura, se compone de cuatro títulos que responden al despliegue normativo regularmente característico de los ordenamientos orgánicos, en cuanto a que su ámbito de validez material se centra en la administración de los actos de autoridad atribuidos a las dependencias que concurren a la regulación de la producción agrícola; la de los pasivos ambientales susceptibles de generarse con su aplicación; y los de la producción y comercialización de combustibles obtenidos de la biomasa.
El primero de ellos —Disposiciones Generales— tiene un solo capítulo cuyo contenido considera el glosario y las disposiciones prescriptivas que suponen el objetivo explícito de la ley. Es, por decirlo así, la declaración de principios normativos de los propósitos que persigue y, desde ese punto de vista, sólo representa un cierto valor simbólico ya que en el desarrollo de los modelos jurídicos sustantivos que adopta no corresponden a un esquema de promoción, sustentado en el sistema de precios y en la incentivación a la conducta económica esperada de los agentes económicos. Su artículo cuarto establece candorosamente la obligación de las autoridades a fomentar “el desarrollo del mercado, la promoción de esquemas de participación y la libre competencia”, sin ocuparse posteriormente de desplegar la instrumentalidad pertinente, esperando que con los altos costos de transacción que impone a los productores éstos reaccionen a esas medidas de regulación de manera contraria a sus intereses, aun cuando prevea, en el Capítulo I del Título III (“Instrumentos para el desarrollo y promoción de los bioenergéticos”), el uso de instrumentos de precios, tecnológicos e incentivos de mercado para hacer competitiva la producción de insumos agrícolas en la producción de energía renovable.
El Título II (“De las autoridades y la coordinación entre los gobiernos federal, estatales y municipales”) pudiera ofrecer a este ordenamiento un tufo de ley general en cuanto a que parece establecer la concurrencia material de esas iniciativas de gobierno (que es el carácter que tienen las leyes que ésta contempla como supletorias: Ley de Desarrollo Rural Sustentable, Ley General de Equilibrio Ecológico y la Protección al Ambiente; Ley General de Vida Silvestre, Ley General de Desarrollo Forestal Sustentable etc.). Sin embargo, el articulado se dedica a establecer las formalidades de un órgano regulador que crea y que denomina Comisión Intersecretarial para el Desarrollo de los Bioenergéticos, así como de las secretarías de Energía (Sener), de Agricultura, Ganadería, Desarrollo Rural, Pesca y Alimentación (Sagarpa) y de Medio Ambiente y Recursos Naturales (Semarnat), confiándoles a las dos primeras dependencias la expedición de Normas Oficiales Mexicanas y de permisos y a la tercera, la atención de los pasivos ambientales provocados por la producción, transporte y comercialización de bioenergéticos.
En cuanto al Título IV (“Procedimientos, infracciones y sanciones”) la atención conviene centrarla en el Capítulo I (“De los permisos”), porque en su construcción encontramos los costos de transacción que este ordenamiento genera en cuanto a la producción agrícola y su uso mutuamente excluyente para alimentos y para energía, ya que sujeta esa actividad a una doble condición de incertidumbre: la que implica el umbral de discrecionalidad propio del cumplimiento de los términos, requisitos y condiciones fijadas en la propia ley, como los lineamientos y criterios que para la sujeción o no de este régimen quedarán para ser contemplados en un futuro. Una tercera condición de transacción será la que creen los permisos en el momento de su expedición, en cuanto a su contenido se refiere.
Sin embargo, como nuestro esquema parlamentario y la lógica de la producción legislativa permiten, si no es que promueven, que las leyes sean resultado de complejas negociaciones basadas en las percepciones e intereses de los partidos políticos y de los legisladores, por lo que suelen contemplar en el mismo cuerpo regulatorio una serie de percepciones que pueden resultar antagónicas entre sí. No es poco común, en efecto, que las leyes —como ocurrió en la que se comenta— se aparten de la revisión de los aspectos objetivos de información estadística y de mercado que ofrecerían elementos de juicio en cuanto a los resultados y conductas sociales que se espera obtener con la expedición de éstas, en la medida en que el debate tiene pretensiones claramente ideológicas: lo importante no es construir el esquema de incentivos basados en la modificación de la rentabilidad de determinadas conductas, sino someter al sujeto obligado a quien va dirigida a un complicado sistema de requisitos que implican altos costos de transacción para su cumplimiento y que, en nuestro caso, en un escenario de alta demanda de los productos agrícolas, facilitarán incentivos efectivos para la aparición de mercados no regulados.
El legislador, al producir la ley, la determinó jurídicamente de esta manera:
A pesar de lo que supone, no aprobó una ley reglamentaria, sino una ley orgánica para la llamada Comisión Intersecretarial para el Desarrollo de los Bioenergéticos, estableciendo las esferas competenciales que corresponden individualmente a cada dependencia que la integra, y no un cuerpo normativo que permitiera utilizar la propiedad y el sistema de precios para incentivar la producción de insumos agrícolas y el uso de combustibles obtenidos de la materia orgánica.
Generó altísimos costos de transacción para los agricultores y también para los usuarios de energía fósil proveniente de hidrocarburos, para sembrar la tierra con productos útiles como insumos para propósitos energéticos (maíz, caña de azúcar, rastrojos y oleaginosas) y para sustituir a la gasolina y al diesel, como fuente principal de energía, por bioenergéticos.
Dio una salida ambigua al problema de la falta de productividad agrícola, al soslayar que la falta de reglamentación de la Ley de Bioseguridad de Organismos Genéticamente Modificados, ha provocado que, al menos con el maíz, la bajísima productividad promedio (2.8 toneladas por hectárea, con excepción de algunas zonas de Sinaloa, Jalisco y Guanajuato) no pueda ser resuelta con cultivos trasgénicos como ocurre en el norte de la República Mexicana y el sur de Estados Unidos, con el pleno conocimiento de la Sagarpa.
La captura al regulador, en efecto, impide que quien es oficialmente titular de esa dependencia promueva la expedición del reglamento de esa ley y que, por lo tanto, no se conozcan cuáles son las condiciones para el otorgamiento de permisos de liberación de OGM, entre otros temas que tienen que ver con la economía agrícola, es una asignatura pendiente que influye en la falta de condiciones de mercado, para el desarrollo de la industria de bioenergéticos.
Por ello, no es casual que el Capítulo II del Título III de la ley, proceda a hacer una larga prescripción en materia de uso y transferencia de tecnología, sin entrar al problema de productividad que sólo puede ser resuelto con productos tecnológicamente mejorados de manera genética, para maximizar los insumos productivos. En un país donde 74 por ciento de la tierra cultivable es de temporal y, además, la vocación natural geohidrográfica del territorio es para producir flores y hortalizas, no granos, sería absurdo esperar que el incremento de la producción prescinda de especies que requieran menos agua y resistan mejor a las condiciones adversas del clima.
El régimen disuasorio, contenido en el Capítulo II del Título IV del ordenamiento que se comenta, denominado “De las infracciones y sanciones”, es muy flojo respecto de los costos de incumplimiento de las previsiones de la ley, al establecer como multa máxima hasta 100 mil veces el importe del salario mínimo diario vigente en el Distrito Federal, así como la revocación de los permisos, e incluso la clausura total o parcial, permanente o temporal de las instalaciones. Es claramente ineficiente para desincentivar la producción de insumos cuando los bioenergéticos adquieran un precio atractivo en relación con los de los derivados del petróleo, ya que si éste llega a ser lo suficientemente alto y hay una demanda real de bioenergéticos motivada por las adquisiciones de las dependencias y entidades del sector público, por ejemplo, éstos serían producidos al margen del régimen de permisos previos, sin que esta ley pueda impedirlo.
El sistema elegido de normas de comando y control que establecen y fijan condiciones y cantidades permisibles de uso de insumos para la producción y comercialización de bioenergéticos (NOM) es hostil a un mecanismo de fomento y promoción, en la medida en que las dependencias y la comisión reguladora encargada no podrán contar con el nivel de información ambiental, social y de mercado requerido para fijar los estándares recomendables; desalentará el desarrollo y la innovación tecnológica y politizará la revisión de las cantidades permisibles, como suele ocurrir en la adopción de esquemas de regulación directa, como ésta.
Produjo una norma inconstitucional, en la medida en que afecta el derecho de propiedad y la libertad de industria de los productores de insumos agrícolas para bioenergéticos, así como de los comercializadores y usuarios de ellos, sin que medie una compensación que les retribuya el costo de oportunidad que les impone de manera forzosa, por lo que podría considerarse una expropiación impropia.
El régimen de permisos previos impuesto a la producción y consumo propone, además, un esquema retroactivo que generará una gran inseguridad jurídica en ese nicho de mercado, ya que los criterios y lineamientos para expedir los permisos quedan reservados para un futuro reglamento sin cuya expedición no será posible ejecutar la ley en los términos que se concibió esta regulación.
Una aproximación económica a la ley
La lógica regulatoria de esta ley, por lo tanto, es susceptible de revisarse desde cuatro grandes apartados conforme a los cuales se deducen sus pretensiones implícitas en cuanto a las conductas económicas que pretende obtener:
Recurrir al fomento de la oferta de bioenergéticos como una estrategia de estímulo a la producción agrícola en el campo y, consecuentemente, para elevar los niveles de empleo y de ingreso de la población campesina.
Restringir el uso de la tierra dedicado al cultivo de productos agrícolas destinados a convertirse en biocombustibles.
Alinear los esfuerzos públicos para destinar recursos que fortalezcan el uso de insumos agrícolas para producir bioenergéticos, mediante mecanismos de comando-control que no están relacionados con el sistema de precios.
Establecer un régimen especial de protección al uso alimentario del maíz, en sus diversas modalidades.
En efecto, el análisis económico de la ley apuntaría a lo siguiente:
La ley pretende ofrecer equilibrios al destino de la producción agrícola, mediante el uso de recursos y esfuerzos públicos que serían aportados por las dependencias y por la comisión, para crear incentivos al cultivo de especies y ejemplares con capacidad energética, estableciendo medidas regulatorias que deben impedir el funcionamiento espontáneo del mercado emergente de combustibles alternativos.
Esta forma de intervención estatal no es propia de una política de fomento, ya que abandona el uso de los derechos de propiedad para conciliar los beneficios individuales con los beneficios sociales y se basa sólo en la promoción de la oferta de insumos agrícolas, sin prever cómo va a estructurar su demanda. Esto es, la producción esperada va a ser estimulada por mecanismos diseñados por las secretarías integrantes por la Comisión de Bioenergéticos (Sagarpa, Sener, Semarnat, Secretaría de Economía y SHCP) mediante incentivos basados en el estudio del comportamiento de los “… diversos precios-costo de los insumos y tipos de cambio, así como la tasa de rentabilidad de retorno de inversión anual promedio del cultivo correspondiente y se podrá seleccionar el más adeudado entre los instrumentos de apoyo tales como los programas de reconversión productiva, la cobertura o los estímulos que en su caso correspondan”, sin que por la naturaleza de esta actividad, las autoridades reguladoras puedan tener el nivel de información necesario para orientar sus apoyos sin recurrir al mercado y a las señales de preferencias concedidas por los precios.
De hecho, si el precio internacional de algunos granos llega a aumentar de manera relevante, ya sea porque será utilizado para hacer etanol o para alimentos, muy probablemente se presentarán incentivos perversos para la oferta interna.
A contrapelo de la lógica del mercado, la ley optó por abstenerse de recurrir los derechos de propiedad como incentivo a la producción de insumos, utilizando un régimen restrictivo para fomentar la producción y consumo de bioenergéticos de acuerdo con determinadas combinaciones que sólo el mercado informaría adecuadamente (gasolina con diesel; etanol con gasolina; diesel con gasolina; diesel con biodiesel o bien etanol y biodiesel sin mezclas) sin observar que en esa propuesta se presenta una gran asimetría de la información vinculada a la capacidad energética propia de cada combustible y, en consecuencia, a los equivalentes energéticos de cada uno de ellos, sin contar con los balances derivados de la energía que se utiliza para producir alguno de ellos y la que éste provee.
El costo de producción de los biocombustibles, en efecto se calcula por el costo de los insumos, el del transporte requerido para llevarlo a los centros de consumo, a las características de las instalaciones que se requieren para almacenarlo y su capacidad energética medida en calorías.
Si de esas operaciones resulta que se requiere más energía (y consecuentemente mayor costo) para producir uno de ellos que la que se obtiene, no habrá ningún incentivo para sustituir el uso de la energía fósil: un galón de etanol de maíz tiene un déficit de 22 mil BTU respecto de uno de gasolina, con la diferencia adicional que se requieren 1.8 galones de etanol para sustituir a uno de ésta y ya no digamos de metano cuya capacidad es todavía mayor.
Sin que sea propósito de este trabajo hacer las comparaciones caloríficas habría que agregar que los cálculos de costo-beneficio que supuestamente hará la Comisión Intersecretarial para el Desarrollo de los Bioenergéticos acerca de aquéllos no incluirá ni los costos de oportunidad de usar los insumos agrícolas para producir biocombustibles específicos, ni los costos de transacción cuya disminución hubiera sido deseable para facilitar que las operaciones mercantiles entre oferentes y demandantes para cualquier fin, permitiera su uso más productivo y, en su caso, que el gobierno pudiese participar como comprador privilegiado, en caso de una real emergencia alimentaría. Por supuesto, el análisis tampoco tendrá en cuenta elasticidades de la demanda, porque de entrada Sagarpa y Sener disputarán el uso del insumo para los fines que persiguen desde sus políticas públicas sectoriales. La Semarnat, en tanto que se ha convertido en un apéndice burocratizado de la Sagarpa, no podría construir un argumento independiente.
Aunque la ley contempla que sólo el maíz tiene una restricción adicional para ser utilizado como insumo para etanol porque requiere que existan inventarios excedentes de producción interna para satisfacer el consumo nacional, parece que sus preocupaciones sobre el uso de suelo agrícola para alimentación o bioenergía se extienden hacia los otros insumos que existen en el mercado y cuya producción sería exportable como materia prima o con valor ya agregado en forma de bioenergético.
Omite, sin embargo, considerar que importamos 60 por ciento del maíz amarillo que se usa para forraje de ganado, porque nuestra producción es deficitaria en ese producto, así como con el maíz blanco, cuya producción tampoco es suficiente para el abasto interno.
Lo que no queda claro es cómo se incentivará la producción sin dar las garantías necesarias para que las inversiones de los propietarios nacionales cubran el déficit de las importaciones que se hacían de Estados Unidos y que ahora ellos dedican a producir etanol, ni cómo proteger la falta de oferta interna y evitar, simultáneamente, que se exporte a otros países que no alcanzan a cubrir su propio consumo.
En fin, cabría concluir que esta ley que se comenta adolece de un enfoque que se ajuste a la realidad mundial de los commodities en la que el sistema de precios puede funcionar como un efectivo agente de incentivos para procurar que la oferta de insumos agrícolas responda a las necesidades alimentarías y energéticas del país. Sin embargo, la ausencia de derecho de propiedad debidamente asignados (o debería decirse de apropiabilidad), los altos costos de transacción generados por el régimen de Normas Oficiales Mexicanas y de permisos previos y la imposibilidad jurídica de recurrir a la mejora genética para incrementar la productividad por hectárea, van a impedir que los insumos se vayan para sus usos más productivos, individual y socialmente hablando al tiempo.
Desde el punto de vista de la economía normativa, en un escenario de poca oferta de grano y mucha demanda internacional de este producto y de otros cuyo precio es variable en función de la oferta y la demanda, la ley debió haber liberalizado la producción agrícola y permitir que la competencia, estimulada por un alto precio, favoreciera la producción y el Estado, usando su poder de compra de bioenergéticos o de alimentos según conviniera, interviniera para orientar el uso más productivo de los insumos agrícolas. Se hubiera tratado, pues, de pensar el tema en términos de los precios y no de la regulación directa impuesta al productor ya que por esta vía el mercado seguirá presentando fallas de diversa naturaleza, desalentando la inversión en tecnología, politizando la discusión y presentando ineficiencias para generar una oferta suficiente de productos agrícolas con potencial energético.
De acuerdo con esa vocación salvífica adoptada frecuentemente por el Congreso y avalada por el gobierno, el legislador también se propuso, como otro ejemplo generoso de su misión visionaria, resolver los problemas atávicos derivados de nuestra cultura androcéntrica y, de modo igualmente entusiasta, ofreció mejorar la condición de género de las mujeres, rescatarlas de un futuro doloroso, expidiendo la Ley General de Acceso a las Mujeres a una Vida Libre de Violencia, según nos prometieron.
El precio de la mezcla mexicana se encuentra en más de 85 dólares por barril, mientras que a escala internacional registra su cotización histórica más alta desde 1980. Dado que el elevado precio se debe a la demanda de energía de Estados Unidos, China y la India, así como al conflicto en Nigeria y a otras variables de coyuntura, será muy difícil que baje sustancialmente en lo futuro.
El cambio en la dieta de los chinos hacia el consumo de granos, así como la utilización de algunos de éstos como biocombustibles han provocado el incremento de sus precios, pero también medidas de proteccionismo para encarecer las exportaciones de los países productores y de reducción de los aranceles agrícolas que los gobiernos han venido utilizando durante décadas para proteger sus mercados internos.
La producción agrícola mundial no está correspondiendo a la demanda de alimentos, forraje y biocombustibles: las existencias mundiales de maíz caerán en octubre de este año un 5 por ciento, es decir, a casi 102 millones de toneladas, que equivalen al 47% menos que hace ocho años.
En el contexto del análisis económico del derecho, la política jurídica que debe buscarse en la expedición de una norma jurídica y que corresponde realizar al jurista, se deduce de la lógica implícita, es decir, de la razón jurídica que representa la justificación sociológica y la tecnología regulatoria que deben complacer a la exigencia constitucional conforme a la cual una nueva norma irrumpe en el orden jurídico vigente, derogando algunas normas y construyendo la estructura de disposiciones supletorias. La política jurídica se traduce en modelos jurídicos y éstos, finalmente, en normas que establecen reglas de derecho.
A semejanza de la microeconomía, el derecho positivo puede ser descrito por modelos, que son abstracciones jurídicas de una ley para describirla en sus pretensiones y características más generales, omitiendo los detalles normativos, con el ánimo de localizar la identidad de sentido de las normas jurídicas establecidas en el ordenamiento que guardan una relación de funcionalidad entre sí (Roldán Xopa, 2004).
Si se trata del etanol para sustituir como oxigenante de gasolinas al MTBE, por ejemplo, habría que considerar los costos de las instalaciones necesarias en las refinerías de Pemex para el almacenamiento y mezclado, así como el del transporte que también exige inversiones en equipo especial.
Por supuesto que la demanda de biocombustibles depende, también, de su potencial energético así como del balance que resulta de valuar la energía necesaria para producirlo y la que se obtiene de éste al final. En este cálculo habría que añadir los costos ambientales que nunca están incluidos por no estar incorporados al costo de producción total, debido a que no se reflejan en los precios.
Sergio Ampudia Mello