Ciencia y tecnología

Volcán de Thera la montaña exterminadora

Cada vez que despierta alguno de nuestros volcanes, ya bien sea el Popocatépetl o, últimamente, el de Colima, es inevitable un sentimiento de desamparo cuando se toma conciencia de la magnitud de las fuerzas que ellos representan. Inmediatamente vienen a nuestra memoria las historias de aquellos colosos cuyas erupciones destruyeron civilizaciones enteras y cuyos efectos se dejaron sentir durante meses en el clima de una buena parte del planeta.

El volcán de la pequeña isla griega de Thera es uno de ellos y contar su historia se vuelve una tentación irresistible, en el entendido de que, por ahora, ni “Don Goyo”, ni el volcán de Fuego de Colima han alcanzado un nivel de actividad tal que haga temer a los expertos la inminencia de una catástrofe, aunque por desgracia, ésta es una posibilidad que nunca debe desecharse.
Norma Sánchez Santillán

En la actualidad, en el sitio donde se ubica el volcán de Thera se encuentra una inmensa bahía flanqueada por acantilados de gran altura, cuyas mella-das estrías de colores negro, gris, rosa y rojo óxido son testimonio de uno de los mayores desastres planetarios, ocurrido aproximadamente 1,500 años antes de la era cristiana. Los blancos poblados que resplandecen bajo el sol matutino se asientan precariamente en la cumbre de los riscos de la isla mayor. En las cercanías, unos penachos de humo ascienden desde un par de islas menores y las formaciones de piedra parda y negra, contrastadas con el azul-violeta del agua, parecen más siniestras.

El sitio es inconfundible: una gran cuenca circular, riscos monstruosos tajados con violencia, islas humeantes al centro… son los restos de un poderoso volcán, la secuela de una erupción de fuerza inima-ginable, desencadenada en una época que casi escapa a todo recuerdo.

Hoy en día el archipiélago de Thera, de cinco islas, recibe también el nombre de Santorín, impuesto por sus gobernantes venecianos en el medioevo, en honor a Santa Irene. Pertenece a las Cícladas, grupo de islas ubicadas al sureste del territorio continental griego, en el mar Egeo. Este escenario de paz y belleza, de sol y brisas aromáticas, también es un lugar de muerte, violencia y destrucción.

Hace 3,500 años Santorín era una sola isla, de un verdor y hermosura incomparables; tenía alrededor de 16 kilómetros de diámetro y se elevaba casi 1,500 metros en el pico de una simétrica montaña. No se sabe cómo se llamaba en ese entonces; recibió el nombre de Thera cuando la colonizó Theros, antiguo héroe espartano, descendiente de uno de los legendarios argonautas de Jasón. Esta isla, junto con Creta, formaba parte de la civilización marítima más importante del mundo antiguo, la cual había dominado el Levante o parte oriental del Mediterráneo durante unos 1,500 años, en la edad de bronce.

Creta era el centro del reino minoico, cuya vigorosa sociedad se dedicó al comercio y tocó todos los rincones del mundo conocido. Algunos frescos de estilo minoico hallados durante las excavaciones hechas en Santorín muestran pequeños barcos con quilla, hecho que llama la atención, pues en aquel tiempo las otras potencias reconocidas, como Egipto y Mesopotamia, no pasaban de tener grandes barcos de fondo plano, propios para la navegación fluvial. Las naves con quilla eran capaces de recorrer unos 350 kilómetros —distancia promedio entre recaladas en el Mediterráneo— en un día y medio. Esto significaba que los barcos minoicos podían efectuar trave-sías considerables y podían intercambiar granos, cerámica y mármol por el cobre y el estaño necesa-rios para la fabricación del bronce. Se ha encontrado cerámica cicládica, hecha en el siglo XVIII aC, en lugares tan distantes como el puerto francés de Marsella y la isla española de Menorca.

Esta floreciente cultura utilizaba una escritura que aún no se ha descifrado en su totalidad. El arte y la arquitectura minoica encontrada en Akrotiri, principal excavación hecha en Thera, reflejaba un alto grado de desarrollo técnico y de organización social. Las casas, de hasta cuatro pisos, estaban diseñadas con destreza y solidez; además, debajo de las calles existía un eficiente sistema de drenaje. Aunque Thera era una isla pequeña y distaba de Creta unos 100 kilómetros por mar abierto, sus habitantes constituían una sociedad próspera y refinada, lo suficiente para sostener a albañiles, carpinteros y otros artesanos, así como a artistas de depurada técnica y originalidad.

De pronto, con un solo golpe de la naturaleza, Thera desapareció, destruida por una convulsión volcánica tan violenta que borró hasta el recuerdo de su existencia. Los historiadores han tenido que actuar como detectives y recurrir a muy diversas disciplinas para poder reconstruir lo sucedido; así, la arqueología, la geología, la meteorología y la vulcanología han aportado sus respectivas versiones para explicar qué fue lo que realmente sucedió en ese lugar.

El presagio de la tragedia fue una serie de leves temblores de tierra.

Sucedió un verano. Del norte soplaba un fuerte viento que obligó a la gran flota a permanecer en puerto; faltaban muchas semanas para la cosecha y en Thera las grandes vasijas de piedra que se usaban para almacenar trigo, cebada, frutas secas y otros alimentos estaban casi vacías. Todos los días los comerciantes oteaban el horizonte en busca de algún indicio de los barcos que tendían un puente vital con los proveedores del otro lado del Mediterráneo. La incertidumbre entonces se hizo mucho más profunda cuando comenzaron a sentirse temblores de tierra.

Seguramente hubo reuniones y tal vez discusiones acaloradas entre quienes insistían en evacuar la isla y quienes no hallaban motivo de alarma. Existe evidencia arqueológica de que se tomaron ciertas precauciones. En las casas recientemente descubiertas en Akrotiri, no había ningún artículo de oro o de plata, ni ninguna otra pertenencia valiosa, lo que sugiere que quizá dichos objetos fueron sacados de los cofres por si había que abandonar la isla a toda prisa. Se han descubierto, incluso, diversos utensilios y abastos en las bodegas de los sótanos, como si se hubiese procurado protegerlos.

En ese momento se produjo un terremoto de inusitada violencia. En una de las casas la conmoción primero dividió y después unió de nuevo la escalera, como si hubiera sido manipulada por una mano gigantesca. Aunque aún no había señales de actividad volcánica, los temblores que siguieron bastaron para que hasta los más reacios comprendieran que había llegado el momento de partir. Comenzó la evacuación; según todos los indicios, se llevó a cabo con el sentido del orden que caracterizaba a los minoicos. Algunos tal vez se dirigieron a Grecia, pero es posible que la mayoría se refugiara en Creta.

¿Qué ocurrió después? Durante algún tiempo nada, aunque los arqueólogos discrepan acerca de si la calma fue de días, semanas o incluso meses. Los habitantes regresaron poco a poco para iniciar la agotadora tarea de descombrar y reconstruir, y de ello hay rastros que hoy día pueden verse en las excavaciones realizadas en Akrotiri: un camino despejado, con el cascajo apilado en ciertos tramos; un hueco de ventana agrandado para convertirla en puerta; un horno improvisado en la parte exterior de una pared en ruinas. En otra vivienda una tina fue subida a la azotea para recoger agua de lluvia.

Pero la reconstrucción quedó bruscamente inte-rrumpida cuando la resplandeciente isla se destruyó desde las entrañas mismas. El cataclismo final pudo haberse prolongado durante dos años, convirtiendo poco a poco a Thera en una isla desierta cubierta de cenizas; o bien, pudo haber durado sólo dos días de increíble violencia. El lapso no se ha determinado con precisión, pero el desarrollo de los hechos puede rastrearse en las capas de cenizas del inmenso pedregal situado al sur de la ciudad de Phira, ubicada en la cima de un risco. La erupción produjo primero una lluvia de piedra pómez de color rosa, tonalidad que hasta nuestros días ha hecho famosa a Thera.

La duración de la lluvia de pómez sigue siendo motivo de especulaciones, pero cuando llegó a su fin, se desató una escalada tremenda. Por lo que hoy se sabe acerca de las erupciones volcánicas, puede afirmarse que la cumbre de la montaña estalló y vomitó, a más de dos mil kilómetros por hora, una carga de material comprimido y de gases sobrecalentados.

La columna de humo alcanzó más de 30 km de altura sobre el Mediterráneo.

Una inmensa nube volcánica ascendió hasta la estratosfera, acompañada por detonaciones colo-sales que pudieron oírse desde el centro de África hasta Escandinavia, y desde el Golfo Pérsico hasta el Peñón de Gibraltar. El polvo que el aire arrastraba convirtió el día en noche a centenares de kilómetros, y al caer cubrió con un espeso manto una vasta extensión; probablemente alteró el clima de todo el mundo, ocasionando lluvias y descenso en las temperaturas.

La expulsión de ceniza y material volcánico hizo que se fracturara el cono de estructura simétrica de Thera en varias secciones, quedando al descubierto la gigantesca cámara de magma. Billones de litros de agua marina se vertieron en el abismo candente y se produjo una serie de explosiones titánicas que hicieron volar más de 100 kilómetros cúbicos de la isla —mucho más que en cualquier otra erupción re-gistrada en la historia de la tierra— y causaron gigantescas olas marinas, los llamados tsunamis, que se estrellaron contra la costa de Creta, rebasándola. Algunos expertos consideran que la fuerza de la erupción y la forma y profundidad del lecho marino en esa parte del mar Egeo pudieron haber producido olas que al romperse alcanzaron una altura de entre 60 y 70 metros —entre 15 y 25 metros más que el tsunami registrado recientemente en Indonesia.

Las tres fases del desastre

Una reseña sintetizada de la erupción del volcán de Thera se puede enfocar hacia tres fases. Durante la primera, una explosión hizo volar la cima y despidió una columna de gas, lava, piedra pómez y ceniza a más de dos mil kilómetros por hora; en la segunda, una erupción posterior de gas y magma formó una nube tan densa, que se derrumbó por su propio peso y dejó caer una avalancha incandescente a los costados de Thera y dentro del cráter; finalmente, en la tercera fase, una vez desaparecida parte de la montaña, el agua inundó el abismal cráter e hizo explosión al entrar en contacto con el magma candente, labrando en los restos rocosos una bahía.

Esta combinación de terremoto, agua, ceniza y fuego trajo consecuencias negativas para la civilización minoica de Creta que, aunadas a otros acontecimientos socio-políticos, contribuyeron, indudablemente, en su debilitamiento y desaparición, dejando en la memoria popular sólo algunos rastros que nos han llegado por antiguas leyendas y, principalmente, a través del relato hecho por Platón en uno de sus famosos Diálogos.

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