Biodiversidad

El clima y las viñas del Señor

Nos encontramos en plenas fiestas navideñas y también festejando el décimo aniversario de Teorema, listos para brindar con una buena copa de vino; ante esto nos ha sido difícil sustraernos a la tentación de comentar algunas de las características que las variaciones climáticas confieren a las cosechas de uva que año con año marcan las diferencias en la calidad de los vinos que con tanto placer degustamos.

La uva (Vitis vinifera) es uno de los frutos más antiguos de los que el hombre tenga conocimiento. Es posible que el primer uso que tuvo fuese como alimento, pero una vez que se descubrió la forma de hacer vino, gran parte de la producción se destinó a dicho fin.

En México, el cultivo de la uva de la especie Vitis vinifera está relacionado con la llegada de los españoles a América en el siglo XV; sin embargo, desde la época precolombina los indígenas utilizaron las vides silvestres, también llamadas cimarronas (Vitis rupestris, V. labrusca y V. berlandieri), para preparar una bebida denominada acachul, a la que agregaban miel y otras frutas y que hasta la fecha aún se consume en algunos lugares en México. No obstante, la acidez de las vides silvestres no permite, propiamente, la producción de vino.

Entre los conquistadores y colonizadores españoles, el vino constituía una parte fundamental de su dieta cotidiana, al ser consumido como alimento, medicina y como “reparador de fuerzas”; según narran los códices y crónicas, 25 años después de descubrimiento de América, el 24 de junio de 1517, el navegante español Juan de Grijalba fue el primero en compartir el vino con algunos de los señores indígenas que iba encontrando a su paso.

Las primeras vides europeas que se sembraron en México fueron traídas por misioneros españoles; la razón que los impulsó a cultivarlas fue la necesidad de tener vino para celebrar la misa. Inicialmente se plantaron en la ciudad de México y, conforme avanzó la colonización hacia regiones más septentrionales, el cultivo se amplió a Querétaro, Guanajuato, San Luis Potosí y, posteriormente, al Valle de Parras, en Sonora, y a las misiones jesuitas en Baja California; la variedad de uva plantada en esta última región adquirió la denominación especial de “uva misión”, variedad llamada “criolla” en toda Sudamérica.

En esta época se ordenó que cada colono plantara mil pies de vid por cada 100 aborígenes y fue entonces que comenzó a practicarse el injerto de Vitis vinifera con cepas autóctonas o endémicas, práctica que no se hacía en ningún otro país. Esto ocasionó que las vides se aclimataran rápidamente, por lo que la corona española prohibió la producción de vino, ante el temor a la competencia, tal y como se señala en la ley XVIII de la Recopilación de las Indias. Sin embargo, los misioneros se negaron a acatar dicha disposición y difundieron, aunque a pequeña escala, el cultivo de la vid y la elaboración del vino.

Hacia finales del siglo XIX la familia Concannon, pionera de la vitivinicultura en la península de Baja California, persuadió al gobierno mexicano para aprovechar el potencial vitícola del país e introdujo en México algunas variedades de uva francesa. Sin embargo, los cambios sociales que se venían dando en México, impidieron la expansión de los viñedos, situación que se extendió hasta la segunda década del siguiente siglo. Por otro lado, la falta de conocimiento de la vitivinicultura desembocó en una deficiente calidad del vino y fue hasta mediados del siglo XX cuando la producción vitivinícola comenzó a mejorar a partir de la introducción de nuevos elementos tecnológicos y de la aplicación de los estudios derivados de la fenología de la uva, disciplina que estudia los ciclos de germinación, floración, maduración, etcétera, en relación con el clima.

Existe una gran variedad de vinos, según la uva con la que se produzcan, la forma de su elaboración y su origen geográfico y, aunque el vino resulta básicamente de la fermentación del zumo o jugo de la uva, existen por lo menos 13 variedades, entre los que se encuentran el blanco, el clarete, de cava, de champaña, dulce, espumoso, fortificado, generoso, natural, peleón, rosado, seco y tinto.

Si bien la uva es originaria del Asia Menor, particularmente de la región de Cáucaso, de parte de Rusia, de Irán y de la India, actualmente se ha extendido a muchas regiones del mundo y constituye uno de los frutos de mayor importancia económica del planeta.

La vid se cultiva entre los 30 y 50 grados de latitud en ambos hemisferios. Los principales países vitivinicultores son: Francia, Italia, Portugal, Alemania, España, en Europa; Estados Unidos, México, Chile, Uruguay y Argentina, en América; Sudáfrica y el Sur de Australia. En México, existen tres regiones productoras: la zona Norte (Baja California y Sonora), la zona de La Laguna (Coahuila y Durango) y a la Zona Centro (Zacatecas, Aguascalientes y Querétaro). En términos generales podemos señalar que el cultivo de la uva en nuestro país no ha tenido un desarrollo homogéneo, por el contrario, la diferencia de variedades, climas y usos del producto ha generado en la vitivinicultura una heterogeneidad en las zonas productoras. A partir de estas diferencias se ha producido un grado de especialización en las diversas regiones, definidas sobre todo por el destino que se da a la producción de los viñedos; por la superficie sembrada destacan Sonora, Baja California y Aguascalientes; por su potencial enológico, sobresale Baja California y en segundo lugar Zacatecas; Querétaro representa el límite sur de la vitivinicultura mexicana; Sonora, Aguascalientes y la región de La Laguna se distinguen por la producción de uva para la generación de destilados vínicos en la elaboración de brandy.

El clima mediterráneo es el tipo bajo el cual se cultiva la uva destinada a producir vinos. Se caracteriza por ser seco y cálido durante el verano y lluvioso en el invierno; sin embargo, la intensidad del periodo seco, así como la cantidad de lluvia, varían año con año a consecuencia de la variabilidad natural del clima, lo cual modifica la cantidad y calidad de las cosechas anuales, tal como señalan Emmanuel Le Roy y Micheline Baulant en un estudio publicado en 1981, en donde destacan la estrecha relación que guardan las temperaturas promedio de la región vitivinícola de Francia y el volumen de la cosecha de uva.

Curiosamente existe la creencia popular de que los años nones son mejores que los pares o que los vinos blancos no cambian con los diferentes años, sin embargo, la realidad es mucho más compleja.

Pero ¿cómo es que el clima modifica al cultivo de la vid? La temperatura es la variable climática que puede favorecer o limitar la distribución, crecimiento, desarrollo y rendimiento de cada especie, ya que todo proceso fisiológico o fase vegetativa es posible sólo dentro de un intervalo térmico particular que cambia con la edad y el estado de desarrollo. Sin embargo, la velocidad a la cual ocurre está en función de las oscilaciones de la temperatura; por ejemplo, las bajas temperaturas retardan los procesos metabólicos y retrasan los ciclos vegetativos, mientras que las altas, los aceleran y acortan. No obstante, en el caso particular de la uva, la acción que ejercen las bajas temperaturas en los cultivos no siempre es perjudicial, debido a que son plantas invernales y requieren, en mayor o menor medida (según la especie), de un periodo de enfriamiento, llamado vernalización, que constituye tiempo de descanso en el que los cambios fisiológicos no son visibles pero ocurren antes de la reactivación primaveral.

Así entonces, cada región dentro de “la franja del vino” está sujeta a su propia condición climática, y por tanto, a un intervalo de oscilación de la temperatura particular. Es así que las uvas de zonas más septentrionales están más propensas a las variaciones climáticas porque, conforme se aumenta en latitud, la amplitud de las variaciones estacionales es mayor; por otro lado, los años que se caracterizan por ser secos, de acuerdo al volumen de lluvia registrada, permiten obtener vinos con una mayor concentración de sabor por un aumento en la acumulación de fructuosa.

Tomemos como ejemplo el año 1977, caracterizado como seco, que permitió una floración de la vid muy buena gracias a un intervalo de temperatura atípicamente estable, que favoreció una maduración equilibrada, obteniéndose condiciones “elegantes” (término empleado en la vitivinicultura para señalar condiciones óptimas desde el punto de vista climático), por lo que se lograron vinos tintos excepcionalmente buenos y vinos blancos muy buenos, tanto en Baja California como en Francia.

Por otro lado, en 1998, en el que se registró un evento El Niño, que se tipifica por invertir el patrón climático de lluvias y temperaturas en diferentes localidades del planeta, provocó un incremento de la lluvia invernal, que se extendió hasta bien entrada la primavera, ocasionando que la maduración de los racimos se desarrollara en condiciones de humedad; el verano fue menos caluroso y más tardío que lo habitual y, aunque los balances de acidez fueron muy buenos, hubo enfermedades en algunos viñedos; la concentración de la uva fue media, la gama aromática fue buena, los vinos más suaves y de duración media y esto permitió que muchos de los vinos de 1998 estuvieran listos antes que sus homólogos de 1997.

En oposición, 1999, considerado un año con evento La Niña, caracterizado por un invierno frío, fue positivo para el cultivo porque disminuyó las enfermedades de la uva y esto permitió que el inicio de su brote fuera homogéneo; sin embargo, las lluvias invernales fueron escasas por lo que la cosecha tuvo una mayor concentración de sabor.

Para finalizar, diremos que el clima y sus variabilidades son algo inherente a nuestra vida cotidiana, por lo que nos confiere a todos, el planear y explotar los recursos sin perder de vista esta característica.

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