Agua

Agua y seguridad nacional

Cuando se habla de colocar al agua (y en relación directa con ella a la desertificación) como un capítulo prioritario para la seguridad nacional, muchos ponen cara de asombro. El agua la consideran como un tema agrícola, de servicios urbanos o relacionado con desgracias naturales, desde las inundaciones hasta las sequías, pero jamás como un capítulo de la seguridad nacional.

Pero lo es, y es uno de los más importantes. El diagnóstico hidráulico de México exigiría, por sí sólo, esa ubicación en la agenda de la seguridad nacional. El 56 por ciento del territorio nacional ha sido caracterizado como de zonas muy áridas, áridas y semiáridas, ocupando casi todo el centro y norte del país, y sólo el 7 por ciento del territorio puede ser considerado como húmedo. Más grave aún, el régimen de lluvias de verano cubre el 66 por ciento del territorio y sólo un 3 por ciento de la superficie nacional tiene régimen de lluvias en invierno. Por eso los más de 700 milímetros cúbicos de lluvias que caen en promedio en territorio nacional no puede ser aprovechado íntegramente, ya que el 67 por ciento de ese caudal cae entre junio y septiembre y suele ser torrencial: se pierde, como se ve año con año en el sudeste, en cada temporada de lluvias.

El 70 por ciento del agua que se suministra a las ciudades del país es subterránea, y si bien en promedio, cada año se utiliza el 37 por ciento de la recarga o volumen disponible, lo cierto es que ese 56 por ciento del territorio del país caracterizado como árido tiene un balance negativo y ello está minando el almacenamiento subterráneo. Entonces los mantos acuíferos son sobreexplotados con daños ecológicos irreversibles en distintos puntos del país: la consecuencia es el agotamiento de manantiales, la desaparición de lagos, la reducción del caudal de agua de los ríos y la destrucción de ecosistemas. Y de la mano con ello se deteriora la calidad de vida y crece la pobreza. Es una situación crítica que se pone de manifiesto incluso con conflictos diplomáticos como el que se vive en la disputa con Estados Unidos por el incumplimiento del tratado de aguas de 1944, que, nos guste o no, demuestra que existe una deuda de mil 262 millones de metros cúbicos de agua. La verdad es ésa: dependemos, sobre todo en el noreste del país, del agua que nos proporciona Estados Unidos. Y eso a nuestros más radicales ultranacionales no les parece preocupante.

Los problemas hidrológicos son muchos y deben ser atendidos, pero también desde el ámbito de la seguridad nacional: el agua es un producto cada vez más escaso y sin ella el deterioro de la calidad de vida, el costo creciente para hacerla llegar a la sociedad, la politización de las luchas para conservarla en las distintas regiones y territorios del país se acrecienta. El agua, no es una exageración, puede poder en peligro la propia estabilidad política del país: ¿qué sucedería, por ejemplo, si de continuar la escasez creciente de agua los estados que alimentan el sistema Cutzamala o el Lerma, que abastecen a la capital del país, decidieran cerrar, tengan o no derecho a ello, las válvulas de los mismos y dejar sin agua al Distrito Federal? Y lo mismo podría decirse de Guadalajara o de Monterrey.

El agua es un desafío de seguridad nacional, tan importante como el petróleo o la generación de energía, y se deben utilizar recursos y esfuerzos públicos y privados para realizar una profunda transformación en el sector, apostando, sobre todo, a la eficiencia y a la construcción de una poderosa infraestructura hidráulica que garantice el abastecimiento de nuestras comunidades y empresas, y no sea, en el futuro inmediato, un factor más de dependencia del exterior. Pero nuestros políticos y funcionarios siguen pensando que el agua les llegará, puntual, año con año… del cielo.

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